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Vuelta a casa 9 de julio de 2011 Esta noche he caído rendido ayudado por la queimada, pero a las cinco de la madrugada, esos pajarracos inmundos no dejan de armar jaleo. Con razón las llaman gaviotas reidoras, es que se parten de risa no dejándonos dormir. Son las seis de la mañana y Pedro también se ha despertado. La ventana está abierta porque hace calor y el sonido de fuera se oye más. Nos ponemos a charlar y decidimos encender el portátil para descargar las fotos de su cámara y de la mía. Nos vamos a asear un poco y a las seis despertamos a los demás. Bajamos los bultos a la furgoneta y mientras lo hacemos, llega el taxista que nos ha de llevar a Santiago. Michel y Antonio irán con César en la furgoneta y los demás al autobús que nos ha de llevar hasta Benavente. No hay nada abierto, así que desayunaremos en la estación. Nos despedimos del coche de apoyo y salimos montados en la Mercedes Vito del taxista, un hombre joven que parece resfriado y no para de toser. Voy de copiloto y trato de darle conversación a la par que observo el paisaje. No habla demasiado y cuando lo hace, entre el ruido del coche y que tiene un acento gallego muy fuerte, me cuesta entenderle y termina siendo una conversación telegráfica. Está muy nublado y oscuro, con las nubes pegadas al suelo, Pasamos en dirección contraria el recorrido que hicimos ayer y lo hacemos a gran velocidad. Lo del límite de 50 por hora es una ilusión porque no bajamos de los 110. Si le pilla tráfico le hipoteca todos los puntos. Conduce bien, pero por si acaso, me agarro del asa del coche con fuerza. Vamos recorriendo la Galicia de las películas. Verde, con bosques, prados, casas sembradas por las laderas de los montes, nubes y orballo –nuestro calabobos-. Como no se por donde nos lleva, solo me empiezo a centrar al pasar por Negreira. Veo el camino por el que pasamos hace dos días y comprendo que estamos cerca del destino. Poco después entramos en Santiago. Tenemos que acercarnos a la policía local para recoger el móvil que perdió Manolo por estas sendas y alguien devolvió. Miramos en el plano, aunque creemos recordar que la vimos al salir de la catedral, a la izquierda. Empieza a llover y entramos en la ciudad rodeándola por el norte. Por fin llegamos a la policía y entro con Manolo en sus oficinas corriendo a toda velocidad porque justo entonces el temporal arrecia. Un oficial nos dice que hasta más tarde no está el encargado. Le decimos que somos de fuera y que nuestro autobús parte a las nueve. Entra en otra sala y una policía nos llama y atiende amablemente, recoge los datos de Manolo y nos devuelve el móvil y el número de teléfono de la mujer que lo ha encontrado. Estamos en la sala de control de tráfico de la ciudad. Monitores por todas partes. Volvemos al taxi y en unos minutos nos deja en la estación. Pagamos lo acordado –se porta bien y no cobra ni un euro más de lo que apalabró con Michel- y nos despedimos. Como el autobús no sale hasta las diez menos cuarto, aprovechamos para desayunar un poco, ir al servicio y comprar unas revistas. Puntuales, entramos en el autobús. Es de los de tres ejes, preparado para largas rutas. Parece que tiene todas las comodidades, reposapiés, selector individual de radio, toma de cascos, aire acondicionado, etc. Comenzamos el viaje mientras devoramos las revistas y periódicos, pero pronto se acaban. Luego pasamos a intentar dormir escuchando música con el mp3 y no hay manera. El autobús entra en todos los pueblos y no hace más que salir de la autovía. Para colmo, los asientos que parecían cómodos, son de suavelón y el culo se resbala si los tumbas demasiado y hay que sujetarse con las rodillas. Se va a hacer un poco largo, me parece a mí. Además, como hay que ponerse el cinturón de seguridad, no se puede levantar uno para estirar las piernas. Con Pedro, que quiere cambiar de bici, vamos leyendo la revista que ha comprado José Luis sobre btt. El pregunta y yo respondo como buenamente puedo lo que necesita para estar al día. Después de pasar Villafranca del Bierzo, nos llama la atención unos montes que para Pedro son la Médulas. Le digo que no creo, pero él tiene razón porque yo estaba bastante desorientado. Sobre las dos menos cuarto llegamos a Ponferrada, cerca de nuestro destino, y hacemos una parada para comer. Unos bocadillos, unas bebidas y vuelta al autobús. Este cruza toda la población por callejuelas durante media hora sin salir a la autovía. A este paso los ciento cincuenta kilómetros que nos quedan se van a hacer eternos. Por fin, cerca de las cuatro y media, con un calor sofocante, llegamos a Benavente. La estación está en la otra punta que nuestro coche y en la parte baja del pueblo. Cruzamos un pueblo deshabitado y al final llegamos al coche de Pedro. Entramos en el bar la Trucha donde nos alojamos el primer día y tomamos un refresco. Les damos las gracias por haber vigilado el coche y salimos a la carretera. Esta vez no habrá alcuerces, iremos todo el rato por autovía. Deshacemos parte de lo hecho con el autobús y después de varios desvíos entramos en el camino directo a casa. La música del coche hace que nos vayamos durmiendo un poco. Intento no hacerlo porque me parece mal dejar solo a Pedro, pero los ojos se me cierran varias veces. Como todo viaje de vuelta, este se hace largo y parece que nunca llegamos a Burgos, aunque vamos recordando viejas andanzas por estas tierras en las que hicimos amistad allá por el 2001, hace diez años. ¡Dios mío, cómo pasa el tiempo! Poco después de Burgos, Pedro me dice que pararemos en un área de servicio a comer algo y que luego coja yo el coche. Lo hacemos cerca de Briviesca y entramos a comer unos bocadillos calientes. Estamos muy cansados y un poco apagados. Hace calor y el sol nos daba de lleno dentro del coche. Reiniciamos la ruta y después de unos kilómetros de adaptación al coche de Pedro, puedo llevar una conducción más relajada. El tiempo pasa y parece que no vamos a llegar nunca. Se nos hace eterno, pero la música de la radio, que vamos cantando, alivia el trayecto. Pasado Zaragoza, no sin algún despiste por mi parte, entramos en terreno de casa y avisamos a Michel que ya llegamos. A las once de la noche entramos en Huesca y nos dirigimos al punto de encuentro. Allí nos esperan los demás, salvo Antonio, y Yoli, Begoña y Carmen. La furgoneta ya está descargada y los bultos esparcidos en el suelo. Cada uno recoge sus cosas y yo meto las mías en el coche de Pedro. Nos despedimos y me voy montado en la bici guiando a Pedro hasta mi casa donde recoge lo que dejó. Le he dicho que se quede a dormir y que salga por la mañana, pero la familia tira mucho y se va al pueblo de sus padres en Navarra. Una hora y media más de viaje. Me parece que si algo nos ha quedado claro, es que otra vez elegiremos otro medio de transporte mejor, lo que haga falta, para evitar este palizón que nos deja más cansados que la etapa más dura de la ruta.
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