La Leyenda de San Juan de la Peña
El Monasterio de San Juan de la
Peña es considerado como el sacro recinto donde se asentaron
las bases de lo que iba a ser Aragón.
El entorno en el que está ubicado, zona noroccidental de las tierras altoaragonesas, cercano a los valles de Echo y Ansó, espacio territorial en el que surgió el condado de Aragón en el siglo IX, entorno al monasterio de Siresa, y junto a la ciudad de Jaca, primera capital del Reino aragonés desde el siglo XI, hacen pensar en la veracidad de esta hipótesis.
Se situa algo desviado de la ruta de Santiago, bajo una gran peña que le da cobijo y nombre, se alza el Monasterio Viejo de San Juan. A raíz de la invasión musulmana, hacia el año 720, una serie de ermitaños se retiraron a este escondido rincón del Pirineo y crearon un foco de vida eremítica que pervivió hasta el siglo X.
El
año 920 Galindo Aznárez II, conde de Aragón,
conquistó las tierras al sur del río Aragón, llegando
hasta la sierra de San Juan de la Peña, donde fundó un monasterio
dedicado a San Julian y Santa Basilisa. El recinto fue levantado en el
mismo lugar en que habitaron los antiguos eremitas. Sobre
este monasterio, Sancho el Mayor de Navarra creó el de San
Juan de la Peña, que englobó al antiguo monasterio de San
Julián y Santa Basilisa y una serie de edificaciones que se levantaron
entonces. También lo dotó de numerosos territorios y comenzó
la construcción de la Iglesia Alta. En 1071 se celebró por
última vez en España el antiguo rito hispano-visigótico,
introduciéndose a partir de entonces el de la Iglesia romana.
Pronto se convierte en el cenobio más importante de Aragón y, consecuentemente, en Panteón de los Señores de este reino. Desde 1071, en su momento de mayor esplendor, se convierte en el primer foco de la reforma cluniacense en España, que, como veremos, tuvo en el Camino de Santiago el más importante vehículo. En el conjunto arquitectónico, que se subdivide en dos niveles, han sobrevivido de mejores épocas, en el nivel inferior, la iglesia mozárabe del siglo X, y la llamada "Sala de los Concilios", del siglo XI; y en el superior, el Panteón de los Nobles, el Panteón Real (enterramiento de Reyes navarros y aragoneses), la iglesia románica y el famoso claustro descubierto, sólo resguardado por la gran peña que domina todo el conjunto. También se enterró en ella la mayoría de los reyes de Sobrarbe y a muchos nobles y caballeros.
Entre sus reliquias, destacaban la de sus fundadores: San Voto y San Félix, así como las del varón apostólico San Indalecio, hoy en la Catedral de Jaca, en sendas urnas de plata, según hemos visto en la etapa anterior. Allí estuvo también, antes de su traslado a Valencia, el Santo Grial.
La leyenda cuenta lo siguiente: Don Juan de Atarés
era un caballero cristiano de noble familia que vivía en Atarés.
Un día, a fines del siglo VII, sin más motivo que una enorme
vocación religiosa, decidió renunciar a sus cuantiosos bienes,
cambiar sus galas de caballero por el humilde sayal de penitente y abandonar
su palacio solariego por una incómoda cueva del Monte Pano, en
la Sierra de San Juan, cerca de Jaca. Había construído
una cruz de madera y ante ella se pasaba horas y horas orando. -¡Pobre don Juan! Tira esos
harapos, vuelve a vestir de púrpura y oro, como tecorresponde,
sígueme y te mostraré el destino que te aguarda. -Ya ves de lo que soy capaz. Entrégate
a mí y cuanto alcanza mi poder será tuyo. Renuncia desde
ahora a ese Dios que consiente que vayas vestido como un mendigo. Atarés comenzó a
rezar el Padrenuestro, y cayó en el suelo sin sentido. -Ya ves lo que queda del poderío del enemigo de Dios que ha venido a tentarte. Ahora desciende al valle, trasládate
al Monte Uruel, verás otra gran cueva, en la que por voluntad de
Dios, que está contigo, labrarás un altar a San Juan Bautista,
a quien encomendarás tu alma. Instantáneamente desapareció
el ángel. Atarés quedó anonadado, y cuando se rehizo
se encaminó hacia el valle para cumplir la orden recibida. El
penitente encontró la cueva indicada, en cuyo fondo existía
una inmensa gruta capaz de albergar a cerca de quinientas personas; modeló
toscamente una imagen de San Juan Bautista, que colocó en un improvisado
altar, y cuando presintió que iba a morir esculpió en una
piedra esta inscripción: "Yo, Juan, primer anacoreta de este lugar, habiendo despreciado el siglo por amor de Dios fabriqué, según alcanzaron mis fuerzas, esta iglesia en honor de San Juan, y aquí reposo". Tiempo después, unos nobles se habían construido una fortaleza en uno de los montes cercanos al lugar donde Don Juan había esculpido su epitafio. Estos nobles eran un padre y dos hijos llamados Félix y Voto. Una tarde de otoño de uno
de los primeros años del siglo VIII, Voto salió de caza
a caballo por los montes. Divisó un ciervo y corrió tras
él. El ciervo, en la huída, cayó a un abismo. Voto
llevaba el caballo desenfrenado, creyó que iba a correr la misma
suerte del ciervo y se encomendó a San Juan Bautista. Entonces
el caballo se paró en seco, con las patas traseras en el mismo
borde del precipicio. Voto se apeó, clavó sus rodillas en
el suelo y dio gracias a Dios por haberle salvado de caer en el abismo. Quiso entonces ver el lugar donde
había caído el ciervo; descendió por zarzas, matorrales
y pedruscos y llegó al umbral de una cueva. Entró en ella
y se llenó de asombro al contemplar el cadáver de un ermitaño
con la cabeza apoyada sobre una piedra en la que aparecía la inscripción
antes citada. El noble Voto se puso en oración,
dio sepultura al cadáver, salió de la cueva, montó
a caballo y se volvió al monte donde le esperaba con impaciencia
su hermano Félix. Un buen día, entre los años
716 y 724, vieron con gran sorpresa que unos 300 cristianos entraban en
la cueva para ponerse bajo el amparo de los cuatro cenobitas Voto, Félix,
Benedicto y Marcelo, porque iban huyendo de una nueva invasión
de los musulmanes. Celebraron durante varios días ayunos, oraciones,
vigilias y penitencias con ánimo de implorar el auxilio divino
y después, por consejo de los ermitaños, se acordó
hacer frente a los enemigos y organizar una monarquía. En aquella
inmensa gruta quedó proclamado primer rey de Sobrarbe don García
Jiménez, señor de Amezcoa y Abárzuza. Marcharon todos
los guerreros en tropel bajo el mando de don García y conquistaron
la población de Aínsa, que quedó designada como capital
del nuevo reino. García Jiménez mandó
construir en la cueva una iglesia en 732, y fundó un monasterio
para monjes de San Benito.
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